En primer lugar, desmontemos mitos. Ser perfeccionista no quiere decir aspirar a hacer las cosas correctamente, ni debe confundirse con la disciplina o la ambición por alcanzar una versión mejor de nosotros mismos. Si es así, hablaríamos de una autoexigencia sana, incluso positiva en la mayoría de los casos, que nos impulsa a implicarnos con aquello que queremos conseguir y a ser coherentes con nuestras metas, valores y propósitos. Pero el perfeccionismo va más allá. Habla de la necesidad de alcanzar la excelencia en su grado más alto. De rechazar todo aquello que no cumple el criterio de perfección, interpretándolo como un fracaso y convirtiéndolo en frustración y culpa. De la obsesión por llegar a unas expectativas poco realistas a costa de nuestro propio bienestar.
En su origen convergen numerosos factores, como los biológicos (como, por ejemplo, una hiperactividad en el receptor de serotonina) y (en mi opinión, los más importantes) los contextuales, como experiencias de aprendizaje en edades tempranas que asocian el reconocimiento y la valía personal a la consecución de logros y éxitos, o por el contrario, vivencias en las que se interpretan los errores como motivos por los cuales ser rechazados o desvalorizados. Asimismo, también influirían en la génesis de este rasgo otros factores como un discurso demasiado exigente o unas expectativas demasiado elevadas por parte de las figuras de referencia (padres, entrenadores o profesores), comparaciones entre la propia valía y otras personas que destacan en determinado ámbito, o incluso la necesidad de control que surge en ambientes impredecibles y desorganizados. Todos estos factores serían caldo de cultivo para la aparición de creencias nucleares disfuncionales, tales como “si no está perfecto, no sirve”; “si no lo puedo hacer bien, mejor no lo intento”; “si cometo un error, soy un fracaso”, y un largo etcétera.
Por otro lado, una de las causas más evidentes de su mantenimiento (incluso con el coste emocional y psicológico que implica) es el reforzamiento social. A pesar de que todo lo expuesto anteriormente pueda resultar tremendamente dañino para nuestra salud mental, lo cierto es que, hoy en día, ser perfeccionista “está socialmente aceptado”. Como si fuese un comportamiento equivalente al esfuerzo y digno de ser alabado y admirado. Como si no tuviesen tanta importancia otras tendencias diametralmente opuestas al perfeccionismo como son la espontaneidad, la aceptación de los errores, la tolerancia a la frustración o el autocuidado.
Partiendo del reconocimiento de que en ciertas ocasiones las personas perfeccionistas cumplen sus objetivos y pueden ser concebidas como personas exitosas y admirables en su área, es importante conocer la “cara B” de este rasgo de personalidad, que afecta a más de la mitad de las personas que lo sufren. Perfeccionismo también es vivir angustiado por no llegar a los estándares que me impongo. Perfeccionismo también es sentir ansiedad por querer llegar a todo. Perfeccionismo también es no ser capaz de poner límites ni de priorizarnos a nosotros mismos. Perfeccionismo también es rigidez y obsesión por el control. Perfeccionismo también es procrastinación, entendida como la resignación a no iniciar ninguna tarea porque no va a estar lo suficientemente bien como para que sea válida. Perfeccionismo también es insatisfacción constante con uno mismo y con el mundo que nos rodea. Perfeccionismo también significa tirar la toalla, tener una autoestima baja, sentirnos incapaces, frustrados e infelices.
A menudo me encuentro en consulta con personas que padecen algunos (o muchos) de los síntomas de este perfeccionismo negativo. En estos casos, quizás lo más costoso del proceso terapéutico es lograr que comprendan que este rasgo que ellos creen que les define y alimenta su autoestima se está convirtiendo en un enemigo para ellos. Que son mucho más que sus logros y sus éxitos, y que nada de eso es más valioso que su tranquilidad mental y su bienestar emocional.
Siempre he pensado que entender el origen de lo que nos pasa no nos da la solución, pero nos ayuda a comprender por qué actuamos de una determinada manera, como si fuésemos en piloto automático. Me refiero a eso de: “Yo siempre he sido así”. Los seres humanos (igual que los animales) tendemos a repetir patrones aprendidos, en un esfuerzo de nuestro cerebro por ahorrar energía y “coger atajos” a través de conexiones ya conocidas. Por ejemplo: “Perfección = Éxito”. Cuestionémonos esto. Pongamos un interrogante al final. Pensemos también en lo que perdemos por cada logro que alcanzamos.
La buena noticia es que siempre podemos modificar los parámetros según los cuales definimos el éxito. Podemos reaprender nuevas formas de alimentar nuestra autoestima y de sentirnos valiosos. Podemos vivir sin el reconocimiento constante de los demás. Podemos aumentar nuestra tolerancia al error y utilizarlo a nuestro favor. Podemos ser una gran versión de nosotros mismos sin ser perfectos.